La apertura de Si una noche de invierno un viajero ofrecía una memorable tipología de los libros según su relación con el lector. Entre otros, Calvino hablaba de aquellos "Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te Decidieses A Leerlos De Veras". Por qué leer los clásicos parte justamente de ahí: "Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir 'Estoy releyendo...', y nunca 'Estoy leyendo...'."
El ensayo que da nombre al volumen fue escrito en 1981, cuando lo que podríamos llamar "el debate de los clásicos" atravesaba un momento candente —en el que de hecho aún sigue. En este debate se enfrentan dos posturas: según una de ellas, los clásicos son materia de erudición, y su inclusión en el sistema educativo (y aun en la biblioteca del no-especialista) es un error. ¿La razón? La dificultad de su lectura, su lejanía, y la escasa relación con las "áreas de interés" de niños y jóvenes. Quienes abogan por esta postura dejan para la lectura escolar básicamente las obras contemporáneas, cuidadosamente vigiladas en su nivel de lenguaje, cuando no escritas específicamente para ciertas edades. Representa la opción pedagógica dominante en la actualidad. La otra postura, identificada con la "vieja escuela", opina justamente la contrario: la riqueza de las obras clásicas tendría que llegar a todos, por lo que su conocimiento debe comenzar desde la escuela. Las dificultades y extrañezas de estas obras son obstáculos salvables y, en último extremo, enriquecen al lector.
La postura de Calvino en el libro que comentamos es, evidentemente, la segunda. El volumen contiene una recopilación de textos escritos casi todos en la década que precedió a su muerte (1985). El que da nombre al volumen es el más doctrinal (a la leve, eficaz manera del autor), y los otros recorren muy distintos textos "clásicos", del Orlando a Dickens o Montale, de Jenofonte a Francis Ponge y Borges. La selección de los textos es póstuma, con lo que uno debería guardarse de extraer conclusiones apresuradas de esta nómina: "clásicos" en sentido propio, sí, pero también, más sencillamente, autores predilectos. (No hay que alarmarse: el concepto de "clásico" tiene hoy en día los bordes más desvaídos que nunca, y parte de los esfuerzos críticos contemporáneos se dedican precisamente a dilucidar qué es un "canon").
Las lecturas que Calvino lleva a cabo sobre ese conjunto variado de obras son, en sí mismas, una buena respuesta al por qué del título. No son lecturas de erudito, aunque en ocasiones despliegue una considerable base de conocimientos. Sí son lecturas de escritor, y el conocedor de su obra descubre el interés por la repetición (en su texto sobre una obra persa), por la combinatoria (Queneau), por las historias que contienen otras (en su bellísimo análisis de la Odisea), o por la ligereza (sobre Cándido). Son, siempre, lecturas de amante de los libros, y son, sobre todo (y en el buen sentido de la palabra) lecturas posmodernas.
La atención de Calvino, que otea desde su privilegiada butaca de lector de finales del siglo veinte, se dirige, perezosa o penetrante, a cualquier aspecto del texto, del contexto, del autor, de sus descendientes, colaterales o precursores literarios, de sus estudiosos o de sus rivales. Cualquier elemento merece la atención, y puede ser significativo: en un escritor el tono, en otro la construcción, o el ritmo, o las metáforas, o su misma muerte. Un clásico no-literario (Galileo) puede aportar la clave —la naturaleza como libro— que complemente la construcción de Tirant lo Blanc o el Quijote —el libro como meta-libro. Los ecos, las resonancias, son libres (lo que no quiere decir gratuitas): un tratadista dieciochesco de las pasiones se reexamina desde la sociobiología, los trazos filiformes de Paul Klee capturan el ritmo de Voltaire... E impregnándolo todo, poderosa e inteligente, la fruición de la lectura.
Pero ¿qué lectura? Calvino ataca de frente el problema: "Nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones". Sin embargo, Calvino utiliza —y cómo— todos estos recursos —y además, los suyos propios. El problema es irresoluble. El Renacimiento (de donde, entre otras cosas, viene nuestra idea de clásicos) tuvo que crear una disciplina, la filología, destinada a saber, sencillamente, qué dice un texto. Como ha recalcado Steiner, toda lectura de una obra alejada en el tiempo es una traducción y ¿quién podría postular un acercamiento ingenuo a una obra en otra lengua? Reconozcámoslo: leer una obra de nuestra Edad Media, de nuestros Siglos de Oro (¡o incluso del siglo pasado!) implica una suma considerable de conocimientos, la confluencia de otras lecturas... o su sustituto: un aparato erudito sensible (y que la escasez de ejemplos no invite a juzgar la expresión como necesariamente contradictoria). ¿La solución?; tal vez la que planea detrás de la dura recomendación de Calvino: poseer de antemano todos los saberes necesarios, para así (y sólo así) "dejar hablar" al libro "sin intermediarios"...
Riqueza, influencia, inagotabilidad; el hecho de que dejan huella, de que crean un universo; su clara y misteriosa relación con lo actual... Las razones para la lectura de clásicos que aporta Calvino no son —no podían ser— muy diferentes de las que se vienen repitiendo desde el Renacimiento. Faltan, sí, los motivos morales (modelo de literatura, espejo de comportamientos), pero a cambio aparecen otros nuevos, y esos son el signo de los tiempos, y constituyen nuestro legado para el debate futuro; por ejemplo: "leer los clásicos es mejor que no leerlos".
[Publicado en El País, en mayo de 1992]
Por qué leer los clásicos
Traducción de Aurora Bernárdez
Tusquets. Barcelona, 1992.
280 páginas
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